El cantante del Metro – Texto y Fotografías de ©Manuel Peñafiel – Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano
El
cantante del Metro
Texto
y Fotografías de ©Manuel Peñafiel
Fotógrafo,
Escritor y Documentalista Mexicano
Hilos
de oro sostienen al sol, cada pensamiento optimista nutre su resplandor.
Estamos ocupados y olvidamos que al sonreír podemos vivir, dejemos a un lado la
prisa, disfrutemos con nuestros sentidos la luz, la brisa y la poesía. Los
pasajeros del tren subterráneo parisino apáticamente oían las estrofas de esta
canción entonada por un joven acompañado de su deteriorada guitarra.
De
pie con las piernas separadas para guardar el equilibrio por el movimiento de
los vagones del Metro, aquel muchacho rasgueaba las cuerdas de su desafinado
instrumento. Su delgada voz llegaba a los asientos donde viajaban los diversos
ocupantes que utilizaban el veloz tren. Aquel modesto trovador al terminar de
cantar pasaba frente a la gente una cajita de hojalata para recolectar las
frías monedas que escasamente caían dentro.
El
muchacho tendría algo más de veinte años. Su cabello oscuro hacía contraste con
la blancura de su piel. El rostro era de rasgos delicados conformando sus
melancólicas facciones. Vivía en los barrios pobres de la ciudad. El dueño de una tienda de aceites y combustibles
le permitía hospedarse en la bodega del fondo, con la estricta condición de que
no fumara dentro del cuartucho.
En
húmeda pocilga con sucias paredes verdes vivía aquel muchacho. Las frías
mañanas hacían que se despertase temprano. Después de estirarse en ayunas
prendía el interruptor de la pared para que el solitario foco que colgaba de un
alambre alumbrara el interior de aquel cuartucho sin ventanas. Luego, conectaba al enchufe de la pared una pequeña
parrilla sobre la cual calentaba una abollada cafetera. Con su mano izquierda
sujetaba la taza y sorbía lentamente el humeante líquido, mientras que con su
mano derecha acariciaba la cajetilla de cigarrillos que se encontraba en la
bolsa de su camisa. Sabía que no podía encender alguno hasta que se encontrase
fuera de la bodega de carburantes. Después de anudar las agujetas de sus toscos
zapatos salía a la bulliciosa calle donde los apresurados transeúntes se
dirigían a sus labores. Era ahí, donde le daba lumbre a su anhelado cigarrillo
paladeándolo pausadamente sintiendo como el humo penetraba a su pecho hasta
llegar a sus estropeados pulmones; después lo dejaba salir espesamente por los
orificios de la nariz y el resto por la boca. Una áspera tos hacía que
encorvara el cuerpo hacia adelante. Escupía al suelo y proseguía su marcha
hacia la estación del tren metropolitano. La mano con que sujetaba el
cigarrillo le gustaba cerrarla ligeramente en forma de concha para sentir el
agradable calorcillo de la brasa.
Cuando
llegaba a la entrada del Metro no se detenía en las taquillas para comprar
boleto, sino que con la habilidad adquirida por la costumbre, saltaba el
molinete que gira permitiendo la entrada a los usuarios que sí introducen su
boleto. Seguido de esto, el atrevido polizón se introducía a los túneles que
conducen a los trenes.
Casi
todos los días bajo el letrero que indica la dirección hacia el sur de París se
encontraba con un pedigüeño rechoncho, ajado y casi ciego a causa de la
diabetes originada por el alcoholismo,
quien al aproximarse la gente exageraba su dolencia para que lo creyesen totalmente invidente.
Aquel menesteroso conocía perfectamente la silueta del muchacho trovador, y
cuando éste se acercaba no ocultaba su regocijo.
Siempre
lo saludaba de la misma manera, preguntándole cómo iban sus composiciones
musicales. El joven dándole afectuosas palmadas en el hombro, le respondía
mintiéndole que una disquera ya se interesaba por sus canciones. Inmediatamente
el pordiosero entornaba el rostro hacia arriba igual a jubilosa foca ebria, y
le gritaba:
¡
Sigue componiendo, ya que pronto ganarás un disco de platino, tus canciones
algún día el mundo entero las escuchará !
Los
pasos apresurados del muchacho se alejaban a su espalda. El pordiosero
suspiraba pesadamente para sumirse en su purgatorio cotidiano.
El
muchacho trepaba al interior de un vagón instantes antes de que las puertas se
cerrasen. Dentro miraba a su alrededor. Los asientos los ocupaban personas con
rostros aburridos, así que su trabajo era desentumir a esos moribundos
citadinos para arrancarles unas cuantas monedas.
Entonando
canciones de ingenuidad oxidada transcurrían los meses. La pobreza y la mala
alimentación empezaron a deteriorar su salud. La anemia hacía que su cuerpo le
pesara. Había ocasiones en que la debilidad lo envolvía en espeso sopor
quedándose dormido en las estaciones del tren subterráneo, aunque siempre con
su brazo izquierdo resguardando su guitarra.
Cierta
ocasión en que se encontraba profundamente dormido fue despertado bruscamente
por un empellón; se trataba de un par de trabajadores que se disponían a
colocar un enorme cartel publicitario en la pared. Con bromas insultantes, le
dijeron que se quitara de ahí para que no estorbara.
El
atolondrado trovador torpemente acomodó su gorra y fue a sentarse sobre otro
sitio alejado de la escalera y las cubetas de aquellos que se habían burlado de
él.
Todavía
adormilado observó como los dos hombres
comenzaban a pegar las tiras del anuncio. Primero apareció una línea diagonal
entre dos puntos. El muchacho al principio no reconoció lo que era, pero una
vez estirado el papel pudo leer 35%.
Los
trabajadores prosiguieron su labor. El muchacho continuó observándolos. Ahora
se podía leer con letras grandes y llamativas: 35% de descuento en nuestra
quincena dedicada a la ropa interior para dama. Visite nuestros almacenes en
toda la ciudad. Busque las etiquetas marcadas con descuento.
Los
empleados no se detuvieron, faltaba colocar la otra mitad del anuncio. Entre
risas y palabrotas continuaron su faena. Esta vez al ir pegando el cartel
surgieron dedos. Eran los dedos de unos pies. No un par, sino tres pares de
pies. El joven vio aparecer rodillas luego largas y bien formadas piernas
femeninas.
Cuando
los trabajadores se retiraron, el muchacho quedó solo en la estación del tren
contemplando el gran anuncio del almacén, donde aparecían tres hermosas mujeres
modelando delicada lencería. Toda la ambientación en el anuncio lograba dar la
sensación de un etéreo jardín ornamentado con inalcanzables deseos. La
fotografía mostraba a dichas hembras simulando ser esculturas. La del centro
se encontraba de espalda con el cuerpo
descubierto a excepción de sus caderas cubiertas con los breves pliegues de
ligera tela. A su derecha la otra joven modelaba sutiles prendas, sin embargo,
la joven de la izquierda, fue la que le llamó la atención al cantante
ambulante, ya que bellamente parecía flotar. Sus finas rodillas servían de
preámbulo a perfectos muslos. El plano vientre parecía moverse ligeramente como
si dentro de aquel enorme cartel ella misma respirase. Sobre sus hombros caía
cascada de luz derramada a erguidos pechos sostenidos en copas de volátil
encaje.
El
muchacho no se percató de que la estación comenzaba a llenarse de gente
dispuesta a subir al tren. El bullicio lo sacó de su trance. La multitud acabó
por bloquearle la visión. Ya no podía contemplar el cartel. Malhumorado decidió
irse al cuartucho donde solía pernoctar. Tan ensimismado iba que pasó de largo
a su amigo el pedigüeño. Ni un saludo le dirigió esta vez.
El
ensimismado joven se recostó en su camastro. Con los ojos abiertos en la
oscuridad recordó el anuncio. El rostro de la mujer con su boca presta. Sus
ojos eran verdes del mismo tono que las aceitunas del mediterráneo. Y así quedó
dormido olvidando echarse sobre el cuerpo su raída frazada.
Al
día siguiente, se incorporó. Prendió un cigarrillo y se anudó las agujetas de
sus burdos zapatos. Salió de prisa del almacén de combustibles y lubricantes.
Apenas oyó la voz del dueño que le reclamaba que hubiese encendido un
cigarrillo dentro de su local.
Llegó
a la estación del Metro, brincó por encima del torniquete y se dirigió
directamente al cartel publicitario. Sentado en el suelo lo observó durante
horas. Cuando la gente llegaba y se paraba a esperar el tren frente al anuncio,
les gritaba que se quitaran de ahí, pues le impedían disfrutarlo. Algunas
personas simplemente se alejaban, otras le devolvían toda clase de insultos
antes de subir.
Pasaron
varios días. El joven ya casi no recorría los vagones cantando. Postrado frente
al anuncio trataba inútilmente de componer, pero nada salía de su guitarra.
Ninguna melodía lograba tomar forma. La obsesión por aquella mujer le diluía
las ideas agujerándole la calma.
Desganado
retornaba a su cuartucho a dormir. Ya no prestaba atención al dueño de la
bodega que le reclamaba que hubiesen colillas de cigarrillo tiradas por el
suelo.
Cierta
noche en que llegó a la bodega se topó con un gran candado impidiéndole el
paso. El enojado propietario había decidido echarlo a causa de su desenfadada
actitud, ya que era peligrosamente irresponsable fumar tan cerca de los
líquidos inflamables.
El
muchacho no le dio importancia al asunto. Al fin de cuentas, podía dormir
dentro de los túneles de las estaciones del tren subterráneo de la misma manera
que los hacen los vagabundos, y borrachines que merodeaban el lugar. Con su
amigo el pedigüeño ciego compartía duro pan y vino barato. El joven casi no
salía a la calle. Gastaba los días deambulando dentro de la red ferroviaria
subterránea.
Conforme
pasaba el tiempo empezó a molestarle cuando la gente se detenía a observar el
anuncio publicitario. Particularmente le irritaba cuando los hombres que
esperaban el tren miraban a su mujer preferida del cartel. No le importaba que
la gente mirase a las otras dos ya que las consideraba unas desvergonzadas,
pero a la que él consideraba " su mujer ", no deberían mirarla estando así. Atrevidamente hermosa a medio
vestir.
Ya
tarde una noche en que se disponía a dormir en un rincón oyó las voces y risas
de jóvenes que bajaban las escaleras. Era un grupo que probablemente regresaba
de alguna cantina. Uno de ellos se dirigió al cartel y mostró a sus amigos las
mujeres en el anuncio. Intercambiaron bromas obscenas y las risotadas fueron
más sonoras. El mozalbete se acercó y en forma grotesca empezó a acariciar los
pechos impresos en el papel. Sus otros amigos explotaron en carcajadas. Animado
por el efecto de sus bufonadas, continuó alardeando su imaginario machismo.
Luego con un plumón escribió vulgaridades sobre el vientre de la joven. El
trovador al presenciar todo aquello saltó erizado, e igual a un enardecido
felino dejó escapar un agrio rugido que cortó al aire.
Los
sorprendidos mozalbetes vieron como se aferraba al cuello del que antes
payaseaba, sus manos lo asfixiaban. Inmediatamente los demás corrieron al
auxilio de su compañero de parranda. Los fuertes brazos de los otros lanzaron
al muchacho contra la pared embistiéndolo tupidamente con puñetazos y patadas.
Llegó el tren. La pandilla subió.
¡
Ese tipo está loco !, alcanzó a decir uno de ellos cuando el tren arrancaba.
Los
vagabundos que se encontraban pernoctando en dicha estación se dirigieron para
auxiliar al herido que arrojaba sangre por la boca. Lo sentaron para que no se
ahogara, después lo taparon con periódicos. Luego aquellos desposeídos se
durmieron finalmente sujetando su botella.
Al
otro día, cuando la gente comenzó a llegar aquellos vagabundos se escabulleron
de la estación del Metro como siempre solían hacerlo por temor a las
represalias de la policía. El trovador fue incapaz de incorporarse. Los
gendarmes se lo llevaron por vagabundo a la penitenciaria de donde lo echaron
después de algunos días.
Al
recoger sus pertenencias, preguntó por su guitarra. El policía tras el
mostrador le dijo que ahí había llegado sin guitarra alguna. Trató de reclamar
pero fue en vano. Comprendió que alguien la había robado aquella noche en que
quedó inconsciente tras la brutal golpiza.
Con
el cuerpo lastimosamente magullado salió a la calle donde sintió en el pecho un
agudo dolor que se extendía a su brazo izquierdo. Al llegar a la estación del
Metro no pudo brincar el torniquete giratorio para introducirse sin pagar.
Dificultosamente se escurrió entre una de las puertas automáticas. Una vez
dentro, distinguió entre la gente la figura de su amigo el limosnero invidente.
Se abrazaron brevemente. El viejo le ofreció un sorbo de su oscura botella. Aquel
licor adulterado le supo amargo, lo tragó de prisa.
Bajó
las escaleras y se detuvo ante las vías ferroviarias delgadas sin final. Se
preguntó cuántas personas habrían viajado en esos veloces vagones. Vidas
cotidianas sin emoción arribando s sus labores todos los días a la misma hora.
En ocasiones corriendo para no llegar tarde a sus empleos. Monótona ocupación
necesaria para poder subsistir, ganando el dinero requerido para alimentarse y
vestirse durante toda una vida dedicada a eso, simplemente a sobrevivir.
Aquel
deprimido trovador pensó que las vías del tren eran largas y oscuras sogas
hechas con toneladas de acero. Si se fundiera ese metal se podrían hacer miles
de grilletes, sin embargo no era necesario fundir las vías, los grilletes ya
estaban forjados, eran invisibles la gente los usaba sin percatarse, atados a
su cotidiana rutina.
Momentos
después, él se percató de que el cartel publicitario aún permanecía adherido a
la pared, una parte se encontraba cubierto, pues vendrían a poner otro anuncio
distinto encima. Se acercó para ver a la mujer de quien se había enamorado. La
humedad en la pared le había causado feas manchas profanando su hermoso rostro.
Su cuerpo antes níveo, ahora estaba marchito y arrugado.
El
muchacho sacó de su bolsillo un viejo pañuelo intentando limpiar la piel de la
mujer que amaba. Con ternura se dedicó a pasarlo sobre la inmensa figura
impresa en el anuncio. La gente que pasaba lo observaba con curiosidad. Algunos
se mofaban, él proseguía sus mimos sin prestarle atención a nadie ni a nada.
La
noche arribó. La estación del Metro quedó vacía. Él se dedicó a contemplar a la
mujer del cartel publicitario. La vio radiante como en el primer día. La vio
salir del jardín donde había sido fotografiada y acercarse a él. La veía
moverse seductoramente. Su torso subía y bajaba al ritmo de aquella tenue
respiración. Aquellos antojables labios susurraban excitantes insinuaciones. El
trovador se acercó atraído por aquellos ojos enormes pozos de fundida agonía.
Comenzó a acariciarla. Las manos le sudaban, así que le ofreció una caballerosa
disculpa. Puso su mejilla contra el vientre de la hembra sintiendo que lo
atraía una espiral. La inercia le nubló la vista. Zumbido filoso perforó sus
sienes. Podía sentir la carne de ella apresada entre sus hambrientos dedos. Por
los orificios de la nariz del trovador penetró el aroma de una roja rendija
íntima. La penumbra lo arrojó en deseo desnudo contra su amante, quien lo
recibió en hojarasca suave, la cual cubrió aquella soledad acumulada que lo
había oprimido durante su desdichada vida de cantante callejero.
Él
entró a la encendida anatomía femenil, sintió su oscilante vulva en rítmica
sincronización con los embistes masculinos mojándose ambos en oblicuos líquidos
vaginales. Los pechos de la mujer eran aún redondos cautivos en prisión de
encaje, así que él arrancó la prenda rasgándola en febril filigrana, hundiendo
su rostro en tersa carne hasta ya no pudo respirar. Se apartó para tomar
aliento poniendo su quijada sobre el hombro de ella que era reconfortante
repisa para su ansiedad.
El
hombre arañaba el papel desgarrando en el clímax la efigie de su amante. Sintió
que de su pene emergía espeso borbotón con diminutos alfileres blancos picando
en delicia delirante. Él abrió la boca, y vio como surgía de sí mismo un pez de
espuma intangible que nadó en el espacio de una llama existencial. Su
conciencia se diluyó en vibrantes hilillos que lo llevaron a los pliegues del
silencio.
Al
día siguiente, el guardia que hacía su ronda matutina reportó el cadáver de un
hombre. Al dar las señas para que viniesen a recogerlo indicó que el cuerpo
yacía en la estación sur del tren metropolitano, bajo un cartel publicitario
anunciando lencería.
©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
El contenido literario y fotográfico de esta publicación
está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y
Leyes de Propiedad Intelectual.
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©Manuel
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