Xochitlacuilo, florido pintor - Texto y Fotografías de ©Manuel Peñafiel – Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano
Xochitlacuilo, florido pintor
Texto y Fotografías de ©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano
Felipe se deleitaba observando a la naturaleza, los enormes
cúmulos nubáceos le cautivaban, al igual que las monumentales montañas, aquel
niño nahua, poseía también la suficiente sensibilidad para percibir el vivaz
parloteo de las cigarras, divertirse con las piruetas del verde chapullin,
corretear a la veloz cuetzpalin lagartija, y posar su vista en la coreografía
vegetal mecida por el viento. Cierto día que caminaba por la vereda de sus
sentidos, se topó con una bella rosa floreciendo en encendido fulgor, el
muchachito intentó cortarla, pero las espinas defendieron el frustrado tesoro.
¡ Ay !, exclamó Felipe, el punzante dolor en su dedo, lo hizo desistir del
atrevido intento por apoderarse de
aquella exuberante flor, enseguida la sangre
comenzó a fluir por la herida. Felipe chupó su dedo tratando de mitigar las
punzadas. ¡ Eso te mereces por tu irrespetuosa osadía !, una voz le reprendió de
improviso. Felipe volteó a todas partes, buscando a quien lo regañaba, pero no
halló persona a su alrededor. ¡ Caramba !, musitó, fijando sus ojos en aquella
rosa, cuya belleza le arrebataba la mirada, para su asombro, fue entonces que
se dio cuenta de que eran palabras las que emergían de entre sus pétalos.
Felipe:
Incipiente artista, yo soy la rosa que acompañará tu
nombre desde ahora, yo te prohíbo que jamás vuelvas a intentar decapitar a
cualquiera de mis hermanas flores, ni tampoco derribar algún joven o anciano
árbol. Te sugiero en cambio, que aproveches tus sentimientos para reproducir
nuestros matices, junto con toda la maravilla de los montes yacientes bajo el
amplio celaje. Desde hoy serás tlacuilo pintor, los sabios árboles gustosos te
obsequiarán su corteza para que sobre esa hospitalaria textura desbordes tu
imaginación pictórica tlacuilolli, labora tal y como lo hacían tus ancestros,
ellos se acercaban al árbol amacuáuitl para desprender su piel vegetal, después
de amasarla y aplanarla la ponían a secar al sol, luego con su tlacuiloloni
pluma para escribir o pintar, delineaban su historia con imágenes parlantes,
aquellas largas tiras de corteza amatl, las doblaban en acordeón para conformar
libros amoxtin exquisitamente manufacturados, esos códices contenían
cronológicamente los sucesos sobresalientes, y en ellos, también se hallaban
asentadas las legislaciones, costumbres, tradiciones, canciones y ensoñaciones
de poetas.
Felipe quedó maravillado por aquella revelación, lo primero
que hizo fue venerar a la rosa con jubilosas lágrimas de gratitud, en seguida
se dedicó a buscar aquel árbol llamado amacuáuitl, en idioma náhuatl. En
efecto, su corteza la halló ideal para manufacturar el papel botánico que
acogería las múltiples creaciones policromas que en lo sucesivo él realizaría.
Felipe se inclinó ante el amacuáuitl, pidiéndole
autorización para desprenderle la piel, el murmullo de sus hojas le confirmaron
su benevolencia, aquella corteza la puso a hervir en agua con nextli cenizas,
una vez suavizada la enjuagó, posteriormente extendió las fibras sobre una
tabla, golpeándolas con una piedra plana en rítmica ceremonia para fusionarlas,
por último esperó a que se secaran para desprender las tiras amalgamadas que
formarían su anhelado papel amatl. Felipe se sintió satisfecho por mantener con
su labor, aquella valiosa tradición heredada por su origen antepasado
achtontli.
Aquel muchachito al convertirse en hombre, decidió llamarse
a sí mismo Felipe de la Rosa, en remembranza de aquella significativa ocasión
cuando la benevolente flor xóchitl lo incitó a convertirse en tlacuilo, en el
futuro su verbo existencial sería tlacuiloliztli, parlar pintando. Decidió
entonces que él hablaría por medio de sus obras, las personas que observasen
sus pinturas conocerían el acontecer cotidiano de su pueblo, el bullicio del
tianquiliztli con los vendedores de frutas y verduras pregonando su cosecha, el
dibujaría las fiestas, los sepelios, y sus floridos trazos elevarían sus
plegarias a las fuerzas protectoras del milli campo. Retrataría a los
campesinos, a los pescadores arrojando sus vacías redes hacia bondadosas aguas,
cuyas corrientes las devolverían pletóricas de peces, ahí también, sobre la
corteza pintada amatl, estarían los recolectores de hongos, y esperanzas.
Felipe de la Rosa se matrimonió con Elvira de la Cruz
Ramírez, y con ella engendró a Julio, Clemente, Pedro, Mario y Fabián, siendo
niños, los cinco hermanos solían observar a su padre trabajar, para luego
rellenar coloridamente los dibujos que su progenitor había bosquejado,
aprendiendo y desarrollando con el tiempo, el estilo artístico que definiría a
esta cálida familia de pintores.
Cuando los hijos de Felipe de la Rosa, tuvieron edad
suficiente para valerse por sí mismos, abandonaron Ameyaltepec para trasladarse
a Cuauhnáhuac con el afán de esparcir la tradición del arte pictórico sobre
papel de amatl, además también decorarían vasijas y graciosos utensilios. Aquí
fue donde tuve la buena fortuna de conocerlos, ellos venden su elocuente arte,
en el centro urbano de la capital morelense, amables me invitaron a su casa en
Ameyaltepec, pueblecito incrustado en la sierra, pernocté cobijado por su
hospitalidad, almorzamos huevo cocinado en salsa de chilli verde, tan picante
que la lengua se me entumeció, luego me llevaron a la fiesta anual decembrina,
donde los osados jinetes montaron bravos toros, arriesgada faena durante la
cual, los que caen corren el peligro letal de ser cornados o pisoteados, en
este espectáculo el duelo con la bestia está parejo, muy distinta circunstancia
a la ocurrida en la corrida de toros traída a México por los españoles, donde a
la castigada bestia se le tortura sádicamente, enfermos deben de estar aquellos
que ovacionan y luego levantan en hombros al presuntuoso torerillo, insultantes
al respeto por la fauna, resultan las crónicas periodísticas derivadas de tan
cruel diversión humana.
Seducido por la armonía pueblerina, allá en Ameyaltepec,
cuyo nombre significa: Cerro del manantial, se me ocurrió pedirles a Clemente y
Mario De la Rosa, que ambos me hicieran un retrato, mi curioso deseo era
contemplar mi efigie como solían elaborarlas mis ancestros en Tenochtitlan.
Los resultados del encargo dilataron varias semanas,
finalmente halagado quedé al ver la interpretación subjetiva de ambos pintores,
situándome acertadamente enfocando mis cámaras para documentar fotográficamente
la vida de mis coterráneos, en dichas pinturas aparezco sobre ricos paisajes
con mi atención fija en los brotes germinales de mi México. Con gusto les pagué
la cantidad de dinero que me cobraron, pensando que aquella aportación
monetaria, serviría de algún modo para apoyar a la preservación de esta
tradición pictórica centurial.
La palabra fotografía se deriva del griego: Fos, luz y
grafis, escribir o diseñar. Intuyo que fotografía es dibujo de luz, por lo
tanto, mis retratos realizados en el papel amatl por Mario y Clemente De la
Rosa reforzaron aún más mi identidad, si acuño la palabra tlacuilo, pintor,
junto a tlahuilli que significa luz, puedo afirmar que yo soy un
Tlacuitlauilli: Paisajista de Luz.
Nuestros hermanos nahua descendientes de antiquísimas cordilleras,
arriban a diversos mercados de la República Mexicana para esparcir su colorido
espíritu, extienden sus brazos ofreciendo a la venta refulgentes collares de
pedrería jubilosa, ellos emplean los pinceles para decorar alegremente la
existencia cotidiana, valoremos estas expresiones creativas provenientes de
nuestras raíces autóctonas.
©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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