MÉXICO, libro de ©Manuel Peñafiel publicado en 1976

Mi libro México
Texto y Fotografías de ©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.



1975 fue el año en que emprendí mi propósito de reunir el material fotográfico acompañado de mi prosa que conformaría un libro llamado México, para lograrlo atravesé al país por entre sus selvas, por entre sus grietas, por entre sus históricas costillas. Bebí del corazón de su bosque de jadeíta indígena, comí las tortillas de masa de maíz palmeada con gotas de tibia agüita. Recorrí por solitarios senderos el intrincado mapa añejo. Me requemó la piel el sol de las planicies. La gente me llenó la mirada mientras anduve los caminos de una historia de adobe, miseria y candor. Me sentí minúsculo en la inmensidad del Desierto de Baja California. El tiempo se movía lento semejante a un reptil o al paseo de la tarántula. Los sonidos eran los mensajes de los animales que sin yo poder verlos espiaban la presencia del intruso. La soledad era ancha en aquel paisaje desérticamente candente, sobre el cual, yo caminaba con mirada vidriosa a causa de la transpiración. Remaba barca huérfana en pretérito océano, ahora inmensidad de arena y cactus, cuando de pronto, vi a lo lejos  definirse un camión de carga con remolque. Sentí temor de que el conductor me asaltara, estaba completamente solo al lado del costoso equipo fotográfico. Sin embargo, el chofer de aquella mole automotriz no acarreaba perversas intenciones, cuando me divisó hizo sonar tres veces las estrepitosas cornetas de su raudo vehículo. Seguramente había conducido en solitario durante tediosas horas, y al encontrarme el desierto dejaba de serlo para él también. Alcé la mano para devolverle el saludo a mi repentino amigo sin nombre, el cual se despidió sonando sus lustrosas cornetas otra vez, alejándose en el horizonte con otra despedida que fue para mi escuchar el prolongado sonido de sus neumáticos rodando sobre el rugoso asfalto.



Viajar al Sureste de México, me convenció de la bondad de sus habitantes orgullosos de ser descendientes de la esplendorosa cultura maya.
Con la intención de fotografiar a los tiburones “dormidos” me trasladé a Isla Mujeres en el Caribe Mexicano. Algunos kilómetros mar adentro existen cavernas submarinas en donde se forman corrientes y hasta ahí llegan dichos escualos, los cuales permanecen inmóviles permitiendo que el agua se les introduzca por su boca abierta para luego salir por sus hendiduras branquiales; de esta manera no tienen que nadar para extraer el oxígeno que contiene el océano; en dichas circunstancias, los astutos tiburones están sumidos en un confortable letargo. Para llegar a ellos renté una pequeña lancha de motor y contraté a dos guías para que me llevaran. Me sorprendió la manera en que los costeños conocen el mar. Para mí todo se veía igual, sin embargo, aquellos muchachos detuvieron su bote justo en el sitio exacto arriba de las cuevas.
Uno de ellos me dijo:
Mientras el tiburón está adormilado no hay peligro.
La cosa se pone arriesgada cuando se sienten molestados por alguien que los perturbe en su cueva. Esta información aumentó el temor que ya sentía.
Preparé el equipo fotográfico, revisamos los tanques de oxígeno, nos pusimos las aletas, limpiamos los visores y nos zambullimos.
A varios metros de profundidad mis oídos empezaron a doler a causa de la presión del agua. Se los indiqué a señas pero me ignoraron. Al llegar a una de las cavernas uno de los lugareños se internó despreocupadamente, el otro tuvo que empujarme para que yo finalmente me animara a entrar. Aquellas grutas están formadas por roca porosa café, la apariencia de su laberíntica conformación me recordó las fotografías tomadas bajo el microscopio, donde aparecen los contornos y pasadizos solitariamente extraños de las células.
El muchacho que iba delante, volteó su rostro para indicarnos con su dedo índice que había un tiburón adentro. Los guías se adelantaron, yo deseé regresar al bote, pero temí equivocar la salida en aquella salada complejidad pétrea.
El tiburón con su vientre sobre la arena se encontraba quieto con excepción de sus ojos cubiertos por transparentes párpados. Aquel imponente pez miraba todos mis movimientos haciéndome sentir más temeroso de lo que yo ya estaba, su enorme boca se abría y cerraba rítmicamente. Comencé a fotografiarlo. La potente luz que emergía cada vez que uno de los bulbos de mi flash a prueba de agua lo invadía lo incomodó, fue entonces, que hizo un brusco movimiento dispuesto a embestirme. El agresivo hocico poseía hileras de dientes, eran afilados y triangulares verdugos blancos similares a una procesión del perverso Ku - Klux - Klan.
Cuando el tiburón nadó hacia mí sentí en mi lomo los pechos blandos y amorfos de la muerte ondulando impertinentes en el líquido marino. Al verme en peligro y sin dudarlo por un instante, uno de los muchachos se colocó entre el tiburón y yo, dispuesto a defenderme con su fusil submarino, sin embargo, no fue necesario disparar el arpón, el tiburón con arrogante indiferencia nos pasó de largo adentrándose en su acuoso territorio, dentro del cual, nosotros éramos los impertinentes intrusos, me sentí aliviado al no haber sido necesario emplear el arma.
Aquellos valerosos paisanos me hicieron señas para internarnos en otra cueva.....pero desistí, para mí había sido suficiente. Además odiaba la idea de lastimar a algún tiburón, sencillamente nosotros éramos insolentes advenedizos perturbando su hábitat, reflexioné al pensar que aquella aterradora dentadura que yo había visto no estaba formada por verdugos, sino que era su legítima defensa además de su natural herramienta para alimentarse.
Durante el trayecto de retorno a la playa les expresé el susto que me había llevado. Respondieron que los tiburones no siempre atacan, aún así, les agradecí su decisión por protegerme, su lealtad me conmovió.
Al llegar a tierra los tres sabíamos que nuestra instantánea fraternidad concluiría con mi partida. Sobre latas frías de cerveza  pusimos sal antes de brindar. A pesar de mis protestas, con algunos de los billetes ganados por la renta de su lancha ellos pagaron las bebidas, y antes de decirles adiós, les obsequié mi reloj de pulsera a prueba de agua.


Cuando arribé a la zona arqueológica de Palenque, respetuosamente fotografié aquel exquisito oasis arquitectónico enclavado dentro de la espesura selvática de jadeíta. Los templos se alzaban desencajándose de la selva semejantes a gigantes ornamentados con peinetas pétreas. Caminé por los pasillos de aquellas edificaciones. Las gruesas columnas sostenían un universo pletórico de predicciones y cometas. Las efigies de arcaicos soberanos mayas se revelaban elegantemente esculpidos en la roca.
Gracias al permiso que portaba pude permanecer ahí después de que los turistas partieran. Quedé solitariamente envuelto entre los enigmas de aquel regio mausoleo. La jungla gruñó con su verdura húmeda, le supliqué que no me expulsara. Las pirámides comenzaron a teñirse con el crepúsculo derramado en sacrificio sideral. Todas las presencias milenarias me observaban. Podía distinguir sus pisadas doblando la maleza, al tiempo que ondulaban al aire sus penachos sobre cráneos intangibles con memoria de historia enigmática. Traté de vencer el temor a ser desollado por los espíritus que por ahí rondaban, una fuerza se apoyó en mis hombros obligándome a caer sobre rodillas. La frondosidad boscosa parecía respirar, su aliento se escurría por los muros tallados produciendo el eco de los geniales astrónomos, matemáticos y sanadores herbolarios de aquella remota era, los cuales, ahora repetían la consigna para los artistas de subsecuentes épocas:
Sean libertarios desprovistos de temores, nuestro propio sendero lo exploraremos con decididos pasos, la flor de Chucum la aspiramos entre las palpitaciones de la vida, y así sin detenerse a escuchar el parloteo de los necios, vivan encendiendo creativas fogatas que iluminen opacos horizontes, aún con el riesgo de su autoinmolación al fallar.



He preservado miles de imágenes, aunque no todos los sucesos han quedado registrados en la película fotográfica, como aquella vez en que todo sucedió tan repentinamente que la gente deambulaba nerviosa por aquel angustiado pueblo, mientras el humo de los braceros tornaba a la noche en espiral de seda envenenada.
Lloridos de niños y gemidos de mujeres azotaban los oídos, las campanas de la iglesia se habían cuarteado, y aquel templo vacío ya no era protección para ninguno, derrumbándose en olvido de agonía. La obscuridad era semejante a enormes fauces triturando con inmisericordes dientes al pensamiento arrepentido por haber ignorado a Nacyth el brujo lugareño con sabiduría afilada, quien ya les había advertido a los aldeanos todo acerca de los Tres Mundos que se conjugan.
Aquel hechicero sabía diferenciar las hierbas provechosas de las envenenadoras, conversaba con los aires y con las ánimas. Curaba y descuraba. Tenía el poder de las brasas y de los camaleones. Era inmune a las mordeduras de serpientes, tarántulas rodenas y aguijones de escorpión.
Nacyth realizaba sus conjuros ceremoniales portando una máscara de gorila, él sabía que estas bellas y portentosas bestias son pacíficas, y solo atacan a los intrusos que no respetan su territorio, sin embargo, aquel vidente se disfrazaba de dicho modo, sabiendo que la mayoría de los seres humanos son torpes y temerosos ignorantes que agreden injustificadamente a la fauna del planeta Tierra.
Años atrás, el profético curandero Nacyth leyó las nubes y su anuncio había resultado cierto, los veintiún malignos reptaban libremente sueltos sin candado para cualquier época y lugar, cada uno de aquellos maleficentes tenían su propio nombre:
Miedo, Rencor, Soledad, Odio, Envidia, Violencia, Fraude, Codicia, Falsedad, Religión, Fanatismo, Hipocresía, Arrogancia, Racismo, Guerra, Tiranía, Corrupción, Enfermedad, Dolor, Tristeza y Desesperanza.


Han transcurrido los años desde 1976 en que publiqué mi libro México, dentro de sus páginas permanecen fotografiadas algunas de las proezas expresivamente artísticas surgidas de antiguas civilizaciones étnicas que conforman a mi país; la piedra fue tallada para representar a poderosas deidades en enormes bloques basálticos colocados hacia el insondable horizonte; entre las dos cubiertas de este volumen fotográfico literario está la vereda ancha de la sapiencia indígena, ciencia, astronomía y arte autóctonos diluidos por los erosivos siglos de invasión española del siglo 16 junto con la indiferencia mestiza en la actualidad.
Las imágenes en el libro México trazan someramente el arcaico caminar de los intrépidos lugareños sobre inhóspitos parajes, posteriormente, sus huaraches y sandalias hallaron consuelo sobre la tierra cubierta de reconfortante hierba que sirvió de bondadosa anfitriona de sus primigenias cosechas, en mi país México aún se hallan escarbados valles depresivos, surgiendo también optimistas colinas, miradas de paja, ojos de venado, cuentas de colores y collares de honestos sentimientos.
En ciertas ocasiones, extraigo mi libro de su anaquel en mi biblioteca, y lo deposito sobre el escritorio… no lo abro, tampoco hojeo sus páginas. Sencillamente  permanezco mirándolo. Coloco la mano izquierda sobre la portada y siento vibrar las voces de la gente ondulando en medio de procesiones portando cirios y entonando súplicas. Los listones de sus ingenuas festividades tradicionales suben por mis arterias, pero los colores se desvanecen ahogados por preguntas. ¿ Cuándo los ancianos podrán portar lustrosos zapatos ?
 ¿ Cuándo los niños beberán nutritiva leche en lugar de refrescos embotellados ? ¿ Cuándo terminarán las falsas promesas gubernamentales y la corrupción ?  ¿ Qué pasó con aquel juramento de no embriagarse ? ¿ Cuándo cesará la irresponsable reproducción humana causante de la depredación ecológica ? ¿ Qué galaxia adoptará a los huérfanos ? ¿ En dónde están los peines para la cabellera de la paz ? ¿ Por qué quemaron los poemas indígenas ?
Rememorando mi andar por la patria vuelvo a ver a los obreros despiertos en sincronía con los madrugadores pájaros, su sencilla ropa de mezclilla susurra rumbo a sus labores, mientras las ciudades permanecen aún soñolientas, solamente los trabajadores, los barrenderos, los deportistas, y algunos artistas se encuentran de pie cuando comienza a crecer el día, durante el cual, los asalariados trabajarán por la vida sin poder disfrutarla plenamente. Rostros surcados por la frustración, aves sin licencia para volar despreocupadamente. Prisión de asfalto, concreto y celaje contaminado venenosamente.
Más tarde, con las palmas de mis manos aún sobre mi libro México, mi mente vuelve a escuchar la música proveniente de los pueblos, pasando ante mi memoria coloridos bailables y vuelvo a festejar con su música dentro de mi cabeza…ingratitud sería olvidar, pues los recuerdos son fugacidades que alumbran el sendero, luces son los labios de una respuesta, continuar es un pensamiento que nos invita a no darnos por vencidos, avanzar es encontrar las semillas de la memoria que provee las respuestas para conversar con nosotros mismos.








































©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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