Corridas de Toros, crueldad ovacionada - Texto y Fotografía de ©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.


Corridas de Toros, crueldad ovacionada
Texto y Fotografía de ©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.


El recuerdo de mi madre jirón de ausencia, tan pronto dejé de necesitar su ubre, de su lado los hombres me arrebataron, arreándome insensiblemente al pastizal cercado por alambrado doble electrificado; madrugada era cuando después de yo cumplir un año llegaron los arrieros para apurarme hacia donde la forja infernal del herrero escupía esclavitud, ahí clavaron herraduras incómodas a mis ligeras pezuñas tiernas, luego con candente hierro al rojo vivo, grabaron sobre mi tersa piel el nombre de la prisión en la que padecía; ese mismo día aún rengueando por ardores de la quemadura, condujéronme al establo donde rudo capataz marcó mi oreja con navaja grosera y vieja,  dolió muchísimo cuando cercenó mi carne con la señal de mi procedencia, mutilaciones que nos hacen a los becerros sin anestesia, toscos cortes para identificar a los carceleros del ganado, las heridas se hacen en burdas formas de hendija, garabato, desgarrado, hendidura, hoja , horquilla, media luna, puerta, punta de espada o zarcillo espectral; algunos novillos inquietos por la herida infringida se retuercen, lo cual resulta peor, ya que el desconsiderado ranchero corta la oreja casi en su totalidad, dejando apenas el pabellón auditivo, entre la herrumbre se escuchan las maldiciones proferidas por los sucios celadores.
Tiempo transcurrió, con fortaleza me erigí retozando con demás toros jóvenes, con mi padre jamás contacto tuve, lo tenían en corral diferente al mío, solamente lo sacaban para preñar a las demás vacas; le llamaban semental.
Cuando tuve suficiente edad me treparon a un camión, amarrados mis hermosos cuernos a las burdas puertas del inmundo vehículo para inmovilizar mi legítimo repudio, llegué a un ruedo muy grande que desde afuera semejábase a la canasta de la muerte, en dicho sitio me bajaron para guiarme por angosto callejón, y sin darme cuenta, desprevenido yo, uno de aquellos insignificantes hombrecillos me clavó un pequeño arpón con cintas de colores en la zona abultada entre la nuca y mi lomo, la irritante divisa en el morrillo era para identificar a mi codicioso propietario, el dolor me hizo enfurecer instantes previos a que abrieran la reja que me contenía, del encierro emergí bufando, pero lo que me encontré no fueron las verdes lomas donde yo crecí, sino la infamia humana, hombres y mujeres sentados por millares dentro de una plaza infestada por algarabía psicótica, charlas a gritos lubricados con sorbos de cerveza y furtivas anforitas de licor, algunos fumaban expeliendo humo revuelto con obscenidades y sandeces al saludarse mutuamente, las mujeres altivamente se retaban unas a las otras con hipocresía escurriendo de sus comisuras, vendedores voceaban bebidas y baratos bocadillos, mientras otros criados alquilaban cojines para las obesas posaderas de los ricos.
Cuando después de correr sobre aquella arena aburrido me detuve, se plantó justo enfrente de mí un tipejo ataviado cual anfitrión de inclemente bufonada, de pronto comenzó a menear su capote rojo hasta fastidiarme, con fallidas embestidas intenté arrojarlo lejos, pero hábil era el mequetrefe, me esquivaba con destreza, y para su ventaja, de pronto salió un jinete con larga lanza que encajó en mi morrillo, traté de derribar al caballo hundiéndole mi cornamenta, no porque fuese mi enemigo, necesitaba derrocar al cobarde que puyazos daba desde abusiva altura, el corcel nervioso hallábase protegido por abrigo acolchonado, cubiertos ambos ojos para evitar que mi bravura viera y aterrorizado huyese, el tramposo picador no cesó de castigarme hasta que mi potencia la confirmó disminuida; aquel mamarracho abaratado con trajecito de luces y medias color de rosa volvió a desafiarme, y a cada suerte de capote, la gente gritaba ¡ Olé !, en imbécil sincronía, dejando escapar insatisfacciones cotidianas, arraigadas ansiedades, ira acumulada, perversidad, sañoso desquite a su frustración existencial.
El toreador complacido por los aplausos, saludó a la gente con el egocéntrico ademán de los corruptos presidentes y gobernadores después de su informe anual, del burladero emergieron coloridas siluetas, cuando mi vista se aclaró, distinguí que eran individuos semejando inquietas sanguijuelas, corriendo por turnos para clavarme banderillas, la tortura me desquició, quise sacudirlas de mi lomo pero sus ganchudas puntas lo impidieron, impotente sentía mi sangre manar en calientes borbotones, incapaz era yo de cesar el incomprensible suplicio que aquellos infrahumanos me infringían sin remordimiento alguno, a uno de ellos lo prendí con furioso cuerno, no lo hice por venganza, en el reino animal no existe semejante sentimiento, imperativo era que me  defendiese, se lo llevaron maltrecho y desgarrado, pensé que eso les serviría de escarmiento a los demás, por el contrario, de nuevo me acosaron con más rencorosas banderillas que a mi coraje avivaron. El que sería mi matador regresó con otro trapo rojo de menor tamaño al primer capote, y con él retomó sus ofensas, sorpresivamente vislumbré que dicha muleta contrabandeaba deshonrosa espada, mi vigor escurría por la inclemencia con que yo había sido atormentado, la sed corroía a mi lengua, el agotamiento demolía a la esperanza, los músculos eran de piedra herida, exhausto me inmovilicé frente al enclenque hombrecillo, quien parándose de puntillas se abalanzó estoque en mano con intenciones de clavármelo, pero falló pinchando en hueso, los calambres me agobiaron, el ácido vómito emergió por mi hocico, y de pronto, el asesino con maestría salvaje me clavó el acero entre los omóplatos, sin alcanzar mi corazón, devastado doblé las patas cayendo arrodillado, la asfixia acrecentaba el sufrimiento, nebulosamente distinguí más criminales acercarse, uno de ellos abismó la puntilla en mi nuca, la agonía a mi cerebro masticó, en postrera humillación me cortaron una oreja, además del rabo, y con uno en cada mano, aquel verdugo inflamado por inmunda arrogancia dio la vuelta al ruedo.  
Azabache fue mi nombre, mi pelambre igual a hirsuta gema mancillada en zozobra obscura antes de morir.
Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano, autor de esta parábola está en contra de las Corridas de Toros, Peleas de Perros, Peleas de Gallos y los Zafaris de Cacería.
©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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