Viaje en Hongo ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano.

Viaje en Hongo ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano. Este relato pretende describir lo sucedido cuando la filosofía, lo imposible y el terror a lo desconocido invadieron mi mente, y seguro estoy de que dejaron huellas indelebles en mi psique, así como puertas cuyos umbrales nunca podrán ser esclarecidos completamente. En el primer día dejamos los vehículos al cuidado de los dueños de un humilde pesebre. Cargando nuestras mochilas, emprendimos la caminata que nos conduciría al borde de un río donde acamparíamos. Al atravesar los pastizales mis compañeros de excursión me mostraron las dos clases de hongos que crecen por ahí; uno pequeño al que le llaman Pajarito, del cual para sentir sus efectos es necesario ingerir demasiados con el inconveniente de que esto causa molestias estomacales, el otro tipo de hongo es el San Isidro de mayores dimensiones, por lo tanto más potente. Nos encontrábamos en la cima de una colina cuando la tarde se nubló con amenazante tormenta, intimidantes relámpagos con vibrantes estruendos nos hacían vulnerables a las descargas eléctricas, la pendiente empedrada dificultaba el descenso, el pánico se apoderó de un amigo nuestro, paralizado gritaba que si continuaba andando tropezaría hacia el barranco; mi hermano Emilio le puso la mano sobre uno se sus hombros para decirle suavemente: No te asustes dale oportunidad a tu cuerpo para que reaccione, será entonces que tus piernas encontrarán el terreno seguro donde pisar evitando que te caigas. El muchacho escuchó obedientemente y comenzó a caminar confiando en sí mismo. Cuando hallamos un lugar plano y adecuado instalamos las tiendas de campaña apresuradamente, alrededor de ellas cavamos una zanja para evitar el ingreso de reptiles venenosos. Mientras lo hacíamos, apareció un lugareño ofreciendo a la venta varias setas San Isidro. Ya casi era de noche, por lo tanto, no podríamos ir a recolectarlas hasta la mañana siguiente, así que decidimos comprárselas. La lluvia nos forzó a entrar a la tienda de campaña, donde se hizo una repartición equitativa. Comimos cuatro hongos cada uno y luego fumamos hierba. Al cesar el aguacero salí con mi lámpara de pilas; la foresta latía dentro de impalpable gran esfera cuya negrura era engalanada por luceros siderales. El bosque y el horizonte estaban unidos en sincronizada palpitación. Todo era etéreo océano con oleaje de vegetación. Las plantas respiraban, sus hojas se expandían al ritmo de latidos verdes.
Durante nuestra estancia mis compañeros siempre permanecieron juntos, desprovisto de la necesidad tribal me separé de ellos, la Naturaleza me invitaba a estar solo con ella. Atraído por un sonido del que no podía determinar su causa, caminé para averiguar su origen. Me seducía algo blanco y móvil que emitía el murmullo del hueso diluyéndose. Era una masa agitada que provocaba la resonancia de dos muertes comerciando, la mía y la muerte de la realidad. Muy cerca a punto de caer ahí, la intuición me detuvo. Me percaté de que estaba frente al río, el cual instantes antes se hubiese dejado pisar con el propósito de tragarme dentro de su seda intestinal. me di cuenta entonces que estos hongos son capaces de aturdir o transportar a la mente a niveles de elevada percepción sensorial. Cuando cavilaba en esto, me percaté de la obscuridad hermosamente espesa y rítmica. La frondosidad me sujetó. En ese momento la euforia hizo efervescencia dentro de mi ser. Quise correr para abrazar a los árboles, pero mis extremidades habían echado raíces. El bosque era yo. Mis pies mojados y fríos llegaron a las profundas tinieblas, sin embargo, mi mirada permanecía sujeta al follaje elevándose hacia el infinito. En esos instantes recordé al Tiempo que he desperdiciado durante mi vida, y le pedí perdón por mi perezosa insolencia; un flagelante tic - tac me aguijoneó, agucé el oído y entonces escuché los instantes en la abultada historia humana repleta de significativos episodios, vislumbré conflictivas madrugadas, gobiernos belicosos, rencorosos pueblos, orgías homicidas, plumaje de granizo, política de albañal con mentiras demagógicas, periódicos de redacción adoctrinada, espectáculos sádico taurinos, gente embrutecida, huérfanos de ideas, pordioseros urbanos, agricultores cultivando frustradas milpas, minusválidos con alas, ballet de sordomudos, venas con anemia. Desfilaron ante mí los circos incendiados en mi vida. Los acróbatas ardían incapaces de sujetar el trapecio al rojo vivo, soltábanlo heridos por tréboles caníbales, al caer de sus llagados cuerpos emergían fetos invidentes cantando en idiomas de silicio y esmeralda. Las partituras eran cristales rasguñados, se desmoronaron los pizarrones donde niño tracé inseguro abecedario con frustrados ideales, desfile gris de mediocres profesoras y maestrillos escolares. Llegó avalancha de hambrientos enanos. Un péndulo dorado bajaba… su ir y venir humedecía aún más mi nerviosismo. El cenit de la agonía se tradujo en erupción de derrotas, los templos se colapsaron, ajadas ancianas repetían tartamudos salmos, con voracidad peleaban entre sí, eran las religiones, aquellas fétidas arpías se descalzaron y en hipócrita penitencia devoraron sus zapatos, después del fanático trance, al caminar se quejaron de la aspereza del sendero, intentaron tejer vendajes con los harapos de su raciocinio, sin embargo, la frustración desanudó su itinerario. Más tarde, los niños esclavizados por los dogmas clericales junto con los hombres mancos se diluyeron transformándose en laberintos. Viré mis ojos hacia atrás en la bóveda craneal, vi que la mente es húmedo clavel fue entonces que hallé alivio en mi jardín propio. El efecto del hongo disminuyó un poco. Regresé al campamento, la amena charla de los que ahí se encontraban me relajó, de nuevo preferí alejarme del clan para individualmente arrojar las redes de la curiosidad con expectativas de atrapar experiencias psicotrópicas. El hongo me volvió a prender, regresé al borde del río donde antes había estado a punto de fallecer ahogado. La ansiedad me atrapó al pensar que gran parte de nuestra irrepetible vida la consume la necesidad de buscar los medios materiales para sobrevivir, malgastando el portento de habitar el Cosmos en nutritiva expansión mental. Sumergido en reflexiones, escuché el crujido de las ramas secas, era una serpiente rozando mis pies, largamente opaca aplastaba la hierba bajo su ondulación. Repentinamente, me dije a mí mismo: Mucho de lo que ves, está solamente en tu cerebro. Aquella amenaza reptil dejó de moverse, me aparté sigilosamente dudando aún, si aquella sierpe había sido real. Las íntimas angustias pueden convertirse en abstractas amenazas. La llovizna me rescató. Volví mi atención hacia el boscaje y ahí me vislumbré retratado, cuando me estaba duplicando en las ramas, escuché voces hablando en idioma huastécatl, volteé mi rostro de inmediato atisbando las siluetas de dos hombres, al observarme intercambiaban comentarios. Las brasas rojas de sus cigarrillos brillaban cada vez que inhalaban de sus tabacos. Me sentí atemorizado. El campamento estaba apagado, no se escuchaba ya ningún parloteo. Quizás sin darme cuenta me había alejado demasiado. Ignoraba las intenciones de aquellos desconocidos. Ignoraba cuánto tiempo habían estado a mi espalda observándome. No me atreví a hablarles. Mi lengua era una gruesa y torpe hilacha. Mis palabras estarían afectadas por el hongo. A lo lejos se oían los ladridos de los perros, el cuchicheo de aquel par de individuos persistió, sin embargo, su presencia dejó de preocuparme. Me recargué al tronco de un alto sabino, atónito constaté que tenía la fuerza suficiente para sacudirlo; de su enramada se desprendió una vasija que al estrellarse contra el suelo, desprendió iridiscentes ópalos de los cuales emergieron los códices de mis sabios ancestros indígenas destiñéndose en lamentos. Sorprendido continué agitando el árbol de donde cayeron más objetos. Vi como se destripaban piñatas de carne huérfana, siguieron bramidos en llamas. De las alturas descendió una nebulosa magenta abriendo su boca en espiral, convulsionándose en incandescentes asteroides, era mi cuna sideral, mi galaxia personal, mi feto flotaba mecido por estrellas supernova, de pronto todo estalló; mi quijada se abrió…y mi boca exhaló determinante rugido humano: ¡ Jamás seré un abnegado comatoso ! Arriba un fracaso abrió su bragueta para orinar, me hice a un lado para no ahogarme en el ámbar líquido del espejismo de armonía familiar y la densa hipocresía social. Miré atrás y miré a los padres de familia descarnarse mutuamente convirtiéndose en calaveras de hastío, sus cráneos al agredirse escupían sus propios dientes, aquella esparcida dentadura tornóse fétida, opté por alejarme de aquel sitio; más tarde, distinguí laboriosas hormigas transportando su caravana de hierba triturada, admiré su sentido comunitario. El aroma del tabaco que fumaban aquellas apariciones se fue disolviendo, lo mismo que mi temor. Uno de aquellos lugareños, susurró: Disculpe si lo espantamos, anduvimos en el cerro recolectando leña y nos agarró la noche. Nosotros somos gente de bien, sabemos a lo que vienen los fuereños como usted, así que tenga cuidado con los honguitos que ha comido, su cabeza puede dar maromas…enseguida se disolvieron en su propia risa fundiéndose dentro de los ramales igual que aleteo de prudentes lechuzas. Pausadamente retorné al campamento. Ahí estaban todos conversando como solían hacerlo, me sentí incapaz de hablarles, el cansancio que había provocado el miedo, me derretía los músculos. Con esfuerzo me deshice de las botas y la empapada ropa para ingresar a la tienda de campaña para escurrirme dentro de la bolsa de dormir. Me recosté repitiendo: Todo está en la mente... ¿ todo está en la mente ?; fue entonces que una oleada de eclipses me devoró y quedé dormido.
Al segundo día por la mañana, alguien preparó café. Cuando lo estábamos saboreando, llegó otro muchacho oriundo con un hitacatl lleno de hongos, dispuesto a venderlos. Sonreí, era como si en algún hotel nos trajeran el desayuno a la habitación, los comimos acompañados del café. Persiguiendo solamente una placentera sensación no apetecí comer demasiados. Minutos más tarde, olvidé el calor y a los molestos mosquitos, recostado sobre la hierba observé a un chapulín hacer toda clase de acrobacias verdes. A media mañana fuimos a buscar más hongos. Caminamos durante tres horas por los extensos potreros, hallando muy pocos. Los nativos ya habían peinado toda el área, las setas se recolectan temprano. Nos topamos con otros citadinos buscando lo mismo. Uno de ellos llevaba más de tres meses viviendo en aquel lugar. Sus ojos miraban en forma extraña. Cuando atravesamos los establos se detuvo despreocupadamente a beber agua del mismo abrevadero de donde lo hacían las babeantes reses, sin importarle contraer alguna enfermedad; en ocasiones el hongo produce tal bienestar que no se miden las riesgosas consecuencias; en realidad, yo tampoco lo hacía, yo mismo estaba masticando aquellos hongos arrancados de la tierra pisoteada por las pezuñas del ganado. Durante el transcurso de nuestra caminata de regreso al campamento ingerimos los escasos hongos que habíamos hallado. El perro de una ranchería nos persiguió, en la huída hundí mis pies en el estiércol. Cuando me senté a la orilla del río para limpiar mis botas, los hongos me prendieron nuevamente. Me introduje al río con la ropa puesta. Una vez aseado, me senté sobre las rocas brillantemente frías. La felicidad se apoderó de mí. Empecé a llorar observando como las lágrimas caían hasta el fondo, podía seguir su trayectoria, mi cuerpo se había mudado a la estructura de una gota enormemente tropical, fui con el río hasta el final de los prismas que solo existen en el recóndito silencio. Al tercer día resucité entre los escombros de una inquieta noche; Emilio líder de la expedición y yo nos despertamos antes que los demás para ir al pueblo para abastecernos de comestibles. Deambulamos por calles donde la pobreza mexicana marchita lentamente a las personas. Al regresar al campamento nos recibieron con un centenar de hongos que los demás habían recolectado. Preparamos el desayuno, el viaje psicotrópico duraría muchas horas. Ingerí cerca de catorce setas que no tardaron en convidarme al supremo corolario. Maravillado por la belleza del lugar me interné en el bosque, en esos momentos toda la frondosidad era mi hacienda. Desprecié las posesiones adquiridas con dinero. El mundo entero era de mi plena propiedad, nadie podría quitarme el privilegio de gozarlo bajo la afabilidad del sol. La concordia con la Naturaleza nos transforma en indómitos huracanes de ideas. Los tesoros vegetales son la verdadera riqueza. El aroma de la clorofila penetró a mis fosas nasales fui capaz de saborearla en la boca. Pensé en los hongos, éstos tomaron formas fálicas, miré hacia arriba, el cielo se abrió, la vulva estaba hecha de rojizos cúmulos. Observé a la pulpa palpitante recibiendo la embestida colosal del hongo erecto. Mis oídos zumbaban. El falo alcanzó su clímax y salí disparado hacia el útero de las galaxias. Fui el semen de mis propias ideas, el embarazo de mí mismo…copulación con lo inexplicable. Entré al óvulo que se abre con incógnitas cerrándose sin permitir respuestas definitivas. Casi ahogándome nadé, tragué espuma de dudas y premoniciones. Caí exhausto, tras haber explorado los senderos del desnudo pensamiento. Permanecí adormilado. Después de un rato, recuperé fuerzas para proseguir el safari alucinógeno. Fue entonces, que perdí la noción de la orientación. Aún en pleno día la obscuridad devoró a la luz realista, sentí la tierra temblar debajo de mis pies, era un sismo subjetivo, traté de conservarme calmo, busqué mi brújula intuitiva para reubicarme, ratificando que no he sido de aquellos que se arranca la espontaneidad para ofrecérsela a un dios autista, a ése nocivo alienígena antaño lo exilié de mi mente, renunciando al mito esclavizante de un cruel anciano sentado sobre nubes para aliviar sus hemorroides inflamadas por disparatadas supersticiones religiosas, tales como la de un gran espíritu creador del Universo y de la especie humana, divinidad despreocupada por los de piel obscura esclavizados y despreciados por los de blanca tez, inmisericorde deidad ante la agonía y el hambre infantil, mis oídos no escuchan el sonido de los cencerros con los cuales los rebaños de feligreses acuden a los templos a rumiar paja mitológica, pretendiendo rezar mientras piensan que el sueldo no alcanza, aspiré el aroma de la razón perfumada, gocé ratificar que soy dueño de mí mismo con el suficiente aplomo para aceptar que estamos solos en la profundidad del Caos, soy viajero cometa en atrevida ruta pletórica de autonomía. El hongo me arrastró con entusiasmo de exuberante guía. Comenzó el remolino de sucesos estrafalarios y desconcertantes. Aparecieron luces por doquier, círculos giratorios de festiva pirotecnia, emergiendo dinámicos arcoíris que parecían pestañear. Mi ángulo visual se ensanchó asombrosamente, casi podía ver detrás de mis hombros. Siluetas negras ondulaban con descarada ilógica. El viento era estruendo de calendarios. El trinar de las aves me ensordecía junto con los gemidos de la infancia. La avalancha ininterrumpida arrastraba espectros decapitados. Sentí que las venas en mi organismo se desparramaban en redoble de campanas. El celaje escarlata cayó para inundarme. No podía distinguir donde pisaba. Después no pude moverme…estaba yo conformado de montaña. Todo pasaba ante mí a gran velocidad. Destellaban fulgores de metal. Los árboles parecían desvanecerse. Sentí pavor. Por momentos la obscuridad lo sepultaba todo. La bóveda celeste era ancha desgarradura púrpura por momentos desaparecía el horizonte. Me encontraba en una cápsula oscilante que no cesaba de apretarme mortificando con dolor a mi esqueleto. Agudas voces me rasgaban la piel, de mis carnes emergían borbotones de murmullos. El sudor sepultado en los poros se negaba a resbalar. La transpiración se clavaba a la memoria, me mordía la vista, rumiaba mi consciencia. Caí de bruces. Mi rostro se incrustó en el suave musgo. Mi anatomía se desmembró. Perdí todos los dedos, menos uno, con el cual tracé un círculo por donde caí hacia la profundidad, hundiéndome en caracola subcutánea, subterránea, subexistencial. Llegué al embrión aporreado dentro del vientre del desconcierto. Las llagas de la infamia flotaban igual que labios entreabiertos, lapas se incrustaron a mi gelatinoso cuerpo. El aire me faltaba al descender por ese pozo de vértebras heridas. El miedo aceleraba la caída. Llegué a mi voz. La escuché preguntarme: ¿ Quién fue aquel extraño que se apoderó de tu mente en el momento que pensaste por primera vez ? ¿ Quién eres tú ? ¿ Alguien vive en ti ? El túnel por donde mi desmembrado yo caía me arrancaba la serenidad. No quise estrellarme al final, en el hoyo estaría el basurero de chatarra anímica. Los escombros humanos, el desperdicio generacional, cáscaras y prejuicios. El espeso conformismo. Aquel destino definitivamente no era para mí. En aquel sótano yacían los hogares de utilería, las escenografías sociales, miré a muchos escupiendo falsedades, la envidia coagulada en silencio y las cadenas enroscadas donde hacen su nido los cobardes, los globos soltados por los niños en un parque nevado de jeringas, larvas juveniles, redadas psicológicas, prisiones degradantes donde se autoencarcela la mayoría de los seres humanos. ¿ Acaso no hay remedios ? La ausencia de respuestas me desnutría. Detuve la caída aferrándome a las salientes de aquel lúgubre epílogo. Comencé a trepar por las épocas. Puse mis pies sobre los cráneos de la leyenda de la diosa Coatlicue, regidora de la existencia. Sofoqué con escupitajos la hoguera de la Santa Inquisición Católica. Sequé la transpiración de mi cuerpo con el lienzo de la madrugada. Percibí que mi códice mental ha heredado sufrimiento ancestral. Amenazado por la depresión, comprendí que moriría dentro de mí mismo si no hacía algo por evitarlo. Tenía que alcanzar el paisaje que había trazado allá arriba en mi planeta personal, se me dificultaba hacerlo, las rocas derretían mi rostro, mis facciones se diluían en truncados pensamientos. Con violento esfuerzo logré que mis manos reverdecieran, luego las convertí en antorchas para alumbrar el ascenso. Me erguí por encima de las demacradas pesadillas, me vacuné contra los virus del temor y la duda. Escalé y abandoné la estéril llanura de amargura y rencores. Con lápidas de borrados nombres improvisé peldaños. Lloré, grité, dudé. Aunque la luz me lastimaba, forjé con ella una navaja con la cual desprendí las costras existenciales, persistí en mi ascenso, la Libertad paseaba por ahí…y entonces sujeté con fuerza sus tobillos para salir de aquel esclavizante vórtice. Todo lo aquí narrado, anidó en mis circunvoluciones cerebrales permaneciendo en nutrientes remembranzas. Nunca el susto había violado a mi cordura de tal manera. La hermosura cohabitó conmigo intensamente. Después de todo aquello, proseguí la búsqueda hacia la esencia subjetiva, la autoauscultación ha sido profunda, sin embargo, termina nunca. Desde entonces, me esfuerzo por navegar por el océano de la salud mental con el convencimiento de que estar vivo es irrepetible privilegio. ©Manuel Peñafiel Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual. Sin embargo, puede ser reproducido con fines didáctico - culturales sin omitir el nombre del autor Manuel Peñafiel y sus créditos por las fotografías; queda prohibido utilizarlo con fines de lucro. This publication is protected by Copyright, Literary Property Laws and Intellectual Property Laws. It can only be used for didactic and cultural purposes mentioning Manuel Peñafiel as the author and his credits for the photographs. It is strictly prohibited to use it for lucrative purposes.
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