Cacaxtla ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano.

Cacaxtla ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano. En el límpido horizonte el viento apenas movía los gigantescos cúmulos nubosos, cuando distinguí una figura obscura que descendía, era una criatura alada, debido a su color pensé que sería un zopilote, mi asombro se desbordó al aterrizar junto a mí un elegante hombre que protegía su cabeza con un yelmo en forma de águila; su fornido cuerpo estaba maquillado con la medianoche, a su desnudez la cubría con una ancha faja de piel de venado adornada con turquesas y obsidiana que bajaba hasta sus muslos; el imponente personaje portaba un cetro de serpientes, mi sorpresa se intensificó cuando noté que sus pies tenían cuatro dedos semejantes a las patas del águila. La mirada de sus ojos era severa carente de maldad, al abrir su boca emergieron volutas de inscripción histórica que se deslizaron hacia mi intelecto, narrándome que el origen del sitio donde me encontraba se remontaba a muchos siglos atrás, cuando los grupos de las etnias Olmeca y Maya provenientes de la región costera de Xicalanco llegaron a establecerse a los valles de lo que ahora es el Estado de Tlaxcala en la República Mexicana. Este lugar se convirtió en punto estratégico para la ruta comercial en la cual predominaron después los nahua parlantes; debido al intenso tráfico de mercancías vendibles al emplazamiento se le conoció con el nombre de Cacaxtlan, ya que cacaxtli es el gancho de madera con el que se levantaba el pesado cesto chiquiuitl para colocarlo a su espalda los cargadores, sin embargo, la flexibilidad poética de nuestro idioma ancestral el Náhuatl nos dice que cacalotl significa cuervo, por lo que yo Manuel Peñafiel autor de este texto, deduzco que las voces de mis antepasados identificaban a Cacaxtlan como el bullicio del trajín de canastos entre inquieto revoloteo de aves. Cacaxtlan alcanzó su esplendor entre los años 700 y 900 de nuestra era, aquí la gente del pueblo vivía en casitas de adobe y techo de paja, no así las castas gobernantes y religiosas, ambas gozaban de privilegios disfrutando lujosos aposentos y refinados adoratorios sobre las colinas. La realeza y los sacerdotes habitaban cómodas residencias y elegantes albergues adornados con murales pintados al fresco cuyas escenas hacían alarde de las proezas bélicas, y la imaginativa religión se desbordó en el reino sobrenatural de exigentes, caprichosas y misteriosas deidades. Los murales de la zona arqueológica de Cacaxtla resguardan su historia y su mitología; perdurando ahí la constelación del jaguar y el alacrán, las mazorcas gemas para la supervivencia humana, el cielo inundado por estrellas parlantes y vigilantes ojos, resaltando la imponente presencia de la serpiente acuática Xicalcóatl, temida por su sagaz mordedura. Estas pinturas demuestran una vez más el sanguinario itinerario que ha tenido esta nación; en los territorios que conforman lo que ahora es México gobernaban monarcas de variadas etnias, con diferentes leyes, idiomas, costumbres y credos religiosos; sin embargo, lo que sí tenían en común estos gobiernos regionales era su ambición por imponer el dominio sobre sus vecinos; aquellos vencedores en batalla gozaban de riqueza y ventajas, no así la gente sojuzgada la cual era tomada prisionera, algunos desdichados eran destinados a los altares donde se le quitaba la vida para ofrecer su sangre a los sedientos e insaciables dioses, las mujeres eran raptadas, los hombres esclavizados y el resto de la aldea obligada a rendir tributo con los frutos cultivados o artículos elaborados. Los depredadores españoles comandados por el homicida encumbrado Hernán Cortés que arribaron en el siglo XVI junto con el clero católico derribaron infinidad de adoratorios aborígenes, los frailes chasqueando el látigo forzaron a los nativos a edificar templos con aquel cascajo, la superstición cristiana suplantó a la indígena y toda aquella magistral imaginería de los artistas nativos se adulteró con la mediocridad hispana, la cual edificó pesadas catedrales e iglesias huérfanas de elegancia arquitectónica, atiborradas en su interior con imágenes bíblicas pintadas al óleo sin dominio de la alta escuela pictórica. Las centurias se han deslizado sobre un cruento calendario; en pleno siglo 21 las disputas tribales prevalecen entre la ciudadanía carente de solidaridad. Aquel hombre alado que había descendido majestuosamente, me habló en náhuatl, los sonidos se reintegraron a mis genes haciéndome capaz de descifrarlos, él lo percibió inmediatamente, diciéndome que aquello era natural ya que dentro del torrente de mi cuerpo aún prevalece el vestigio de mis antepasados, así que lo escuché decirme que en pretéritas épocas en estas tierras los artistas cultivaban la disciplina, la constancia y el tenaz esfuerzo inventivo, dejando nada al azar, los escultores dominaban el equilibrio al recrear las anatomías de la naturaleza misma, los pintores movían sus pinceles en voraz búsqueda agregando estilo personal a sus creaciones, ideas inundadas más allá del realismo, pero eso se acabó, exclamó aquel airoso visitante, hoy cualquier holgazán se considera artista, existiendo cómplices que lo alaban autogratificándose con textos alusivos, reunida la enana pandilla en al complicidad del brindis. Repentinamente, sin yo esperarlo, el misterioso ser de plumaje musculoso se dirigió hacia uno de los muros, al abrazarlo su colorida fisonomía comenzó a fundirse a la pared, apresté mi cámara fotográfica para captar su imagen, pero él ya volvía hacia atmósferas inalcanzables para nosotros los humanos, aún así, conseguí el retrato de perfil que acompaña este relato. Agradecido estoy con usted, alcancé a decirle; ahora soy capaz de testificar que los parajes de Cacaxtla conocí, mis pies sintieron la agreste tierra, los enigmáticos murmullos se anidaron en mi cerebro, la mente mi mejor aliada activó a la imaginación, y así pude escuchar el vocerío del mercado, sentí el calor de los hornos donde se cocían exquisitas figuras elaboradas con el dócil barro, oí los golpes del cincel de los escultores tallando la piedra para darle dimensiones de mágica galaxia, me conmovió la fatigada respiración de los esclavos cargando bloques pétreos para erigir petulantes aposentos monárquicos y tronos para volubles dioses cósmicos, percibí las caricias del pincel deslizándose con estupendo arte. La visita a Cacaxtla me confirmó una vez más que la auténtica creatividad emerge del rugido de la vida. ©Manuel Peñafiel Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. 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