La Payasita de Migajón ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano.
La Payasita de Migajón
©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano.
Aquella chiquilla estaba maquillada igual a un triste payasito para lograr el efecto, no había sido necesario recurrir demasiado a los cosméticos, sus facciones escurridas de por sí, ya eran preámbulo, drama y tragedia infantil. En su rostro se conjugaban los tres actos del arduo y trágico teatro de la vida. La niña jamás era capaz de hacer su número impecablemente…cuando creía que lo había logrado, irremediablemente se le caía una de las naranjas verdes con las cuales intentaba ganarse la vida con su tropezado malabarismo.
El frío nocturno calaba, la delgada blusita era insuficiente para calentar su frágil cuerpo que se mecía tiritando con burdos saltimbanquis en la esquina de un semáforo. Los automovilistas no se preocupaban por darle dinero, todos llevaban prisa, era necesario hacer las compras de última hora para la cena de Nochebuena.
Cuando el semáforo marcó el alto, aquella tenaz niña retomó su actitud, era ya muy tarde y por enésima vez trató de conseguir algunos pesos de propina con su desgarbado acto.
Un grande y lujoso automóvil se detuvo, tras el vidrio de una de las ventanillas se asomó un vivaracho niño, su pálida piel era gemela a las nubes, sus ojos eran profundos anidando en ellos las angustias e insomnios de la extraviadamente acongojada humanidad.
El chiquillo sonrió al ver a la payasita hacer muecas y aspavientos buscando una limosna.
Aquel ingenuo rostro con postiza nariz redonda y colorada, miró sorprendido al niño que parecía hecho de neblina, la ternura de su risa se disolvió en destellos que alcanzaron los ojos de la tierna malabarista, quien no se preocupó por la naranja que al no cacharla rodaba por el suelo desobediente a consagrarla como admirable malabarista callejera.
La pequeña pedigüeña se aproximó al automóvil negro, su carrocería destellaba bajo el alumbrado vial en su pulida superficie se reflejaban los faroles de la calle, en forma tal, que la luz se derramaba igual a un río de neón por donde el helado viento dibujó fantasmas de nostalgia. El muchachito bajó la ventanilla y le preguntó a la niña pobre:
¿ Cómo te llamas ?
La muchachita ignoraba su nombre, había sido abandonada por sus padres a quienes nunca conoció.
Así que el niño comprendió su silencio.
De pronto al niño se le iluminó el rostro al expresar jubilosamente:
¡ Desde ahora te llamarás La payasita de migajón !
¡ Y tu nombre lo repetirán los pájaros al amanecer, los grillos al anochecer y los búhos posados entre el ramaje de la densa oscuridad !
La muchachita rió al escuchar al niño, a quién inmediatamente preguntó: ¿ Y tú a qué te dedicas ? Yo soy el dueño del carrito en la luna, donde existe el mejor hielo para preparar raspados de tamarindo y de limón. Así que cuando apetezcas probarlos solamente tienes que disfrutar mirando el plenilunio.
El chofer del automóvil al percatarse de que el niño había abierto la ventanilla accionó el control eléctrico para subir el vidrio; pero antes de que el infante quedara encerrado herméticamente en su opulenta soledad alcanzó a arrojar una moneda que rodó tintineando sobre el oscuro asfalto.
El vendedor de chicles, la vendedora de
flores, el globero, el vendedor de billetes de lotería, el que limpia parabrisas y el tragafuego corrieron para embolsarse aquel redondo botín, sin embargo la payasita de migajón fue más rápida que todos ellos, y astutamente lo atrapó en sus sucios dedos.
Para evitarse problemas con aquellos grandulones, ella corrió a refugiarse al obscuro rincón de una solitaria calle donde en la penumbra quiso
ver de a cuánto era su raquítico trofeo. Azorada se percató de que lo que había ganado no era una moneda en realidad, sino la circunferencia de una esperanza que siempre vuelve. Continuó observando y descifró un mensaje que decía:
En la Noche Buena no busques el dinero, ni el placer, ni el licor, ni el humo del tabaco; tampoco derroches tu aguinaldo. Solamente piensa en el niño que acaba de nacer.
La payasita de migajón hizo una mueca, pues aunque lo deseara, jamás tendría el dinero para hartarse de pavo y golosinas en aquella velada, durante la cual, la mayoría de las familias montan una escenografía de falsa alegría disfrazando matrimonios naufragando por el hastío, entre los brindis reptan parientes envidiosamente tóxicos.
Aquella criatura era un topito urbano pernoctando en las madrigueras del alcantarillado, pletórica de ansiedad provocada por el hambre, así que arrojó aquella misteriosa circunferencia…la cual rodó sin detenerse, al ver que no se detenía la payasita de migajón divertida la siguió hasta que su ondulante recorrer la llevó hasta un apartado sitio, donde ya no se escuchaba el rodar de los vehículos, ni siquiera los sonidos del tráfico vehicular, o algún irritante claxon trepidando a causa de un estúpido e irascible conductor.
La vaporosa circunferencia se detuvo, yació bajo la luna y la payasita de migajón se sentó en la banqueta para contemplarla extrañada. De pronto se disolvió arrastrada por un fuerte ventarrón que la asustó, lo mismo que a las aves que dormitaban sobre el cableado callejero. Sin saber de dónde provenía, la niña escuchó una maternal voz diciéndole: Hija mía, esta noche todos los huérfanos desprotegidos y todos los niños heridos por la gélida pobreza son mis hijos, pues de la misma manera tiritó mi bebé.
La payasita se incorporó asustada, pero la calmó aquella voz de cedro y orozuz al proseguir diciendo: No temas, hoy te he buscado pues mi nene no cesa de llorar, ya no sé como entretenerlo y al saber de ti pensé que podrías ayudarme.
La malabarista entusiasmada asintió y comenzó a hacer su número, durante el cual aventaba hacia arriba las naranjas para después atraparlas en el aire, a sus oídos llegaron las risitas y los deliciosos balbuceos de un recién nacido; ella se animó al constatar que aquel chiquillo se divertía gracias a su habilidad, entonces la payasita de migajón se afanó aún más y esta vez ninguna naranja se le cayó al suelo. El bebito quedó tranquilamente sosegado, entonces aquella mujer de piel color del azúcar morena tomó de la mano a la pordioserita huérfana conduciéndola a un recinto, donde jamás volvería a padecer las hirientes navajas de la miseria, tampoco sufriría penetrantes ayunos; se trataba de un acogedor hogar, donde la payasita de migajón jugó con aquel nene… y esa noche ayudó arropándolo hasta quedar dormido.
©Manuel Peñafiel
Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano.
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