Montado en el lomo de la cabra ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano.

Montado sobre el lomo de la cabra ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano. Escribo porque el solidario alfabeto conforma el reconfortante eco de mis propios pensamientos. Comencé a tallar mis primeras memorias cuando flotaba dentro del útero de mi madre, si me acercaba a la carne de su cuerpo, me era posible mirar afuera al través de su delgada piel. La podía observar cuando ella se miraba ante el espejo. Tenía la apariencia de nieve embarazada. Los muebles de su recámara eran de madera. La cabecera de la cama tenía forma de viña. Uvas duras cosechadas en el insomnio. Su ropero tenía colgados pocos vestidos y solamente había tres pares de zapatos. Sobre el tocador una botella casi vacía de loción no costosa y el cepillo que usaba para desenredarse el cabello. Ricardo, mi progenitor salía muy temprano a trabajar. Ella permanecía sentada sobre la cama, pensando en no sé qué. Después de varios minutos se levantaba, se recogía el cabello en dos trenzas y abría las cortinas de las ventanas. Antes de salir, se miraba al espejo por unos instantes. Era cuando yo la veía. Fueron escasos momentos de tranquilidad antes de que las penas cincelaran su prematura lápida. El día diecinueve del primer mes del año en mil novecientos cuarenta y ocho, nací en lluviosa madrugada. El agua me depositó sobre el áspero lomo de la cabra de enero. Crecí entre cuchillos y capullos de aceite. Más asperezas que cerezas. Más desventura que dicha. La infancia transcurrió en solitaria espera por independizarme. En aislada burbuja mental. Viendo a personajes conducir con dificultad sus vidas. El ascenso profesional de mi padre nos desolló. Nuestro domicilio se hermoseó, sin embargo, mi madre conservó la modestia de una princesa descalza.
El ingreso al kindergarten fue intolerable, no sabía de su existencia, ninguno de mis familiares me había hablado de la escuela. Mis primeros cinco años los viví rodeado de adultos, por lo tanto, no aprendí a convivir con niños de mi edad. Arribar de súbito a un lugar lleno de extraños fue difícil, me desconcertaba la manera en que los demás chiquillos convivían como si se conocieran de tiempo atrás, yo no participaba en sus repetitivos juegos escalando la resbaladilla o llenando y vaciando cubetitas en el arenero, en cambio, deambulaba por el patio imaginando la manera de escalar aquellos muros de presidio. Ahí, dentro de un plantel femenino llamado Colegio Guadalupe, administrado por monjas benedictinas estaba el jardín de niños mixto, la hermana Alonza solía distribuir a cada pupilo una caja de crayones para dibujar; yo la encontraba similar a la cajetilla de cigarrillos, entonces cuando ella no estaba mirándome, me gustaba poner un crayón entre mis labios pretendiendo que fumaba. Al aspirar sentía que el humo se introducía coloreándome por dentro. Imaginaba ser un hombre importante sentado en aquel diminuto pupitre desde donde exhalaba el humo imaginario, bocanadas púrpuras, anaranjadas o amarillas, según el matiz que había escogido para divagar. Los años posteriores transcurrieron de fea manera, las escuelas primaria, secundaria y preparatoria las cursé en el Colegio del Tepeyac en la colonia Lindavista de la Ciudad de México, propiedad de frailes estadounidenses católicos de la orden de San Benito. Las maestras eran monjas mexicanas que olían a ropa avinagrada. Aquellos religiosos carecían de calidad humana. No eran ni completamente masculinos, ni definidamente femeninos, todos arrastraban su frustrada existencia. Eran crueles. A los indisciplinados se les obligaba a permanecer arrodillados con los brazos abiertos en forma de cruz bajo el sol. Monjas y sacerdotes desahogaban su neurosis azotando con una faja de caucho a quienes no cumplían satisfactoriamente con los deberes escolares. Los golpes ardían con lumbre sádica. El temor me obligó a ser magnífico estudiante. Obtuve la excelencia durante los seis años que duró la febril primaria, no por amor al estudio, sino por miedo a las reprimendas paternales y la violencia corporal/verbal de los frailes, monjas y maestros.
A los nueve años de edad, la víspera a mi primera comunión acudí al confesionario, el pervertido sacerdote interrumpió mis ingenuas culpas y comenzó a acariciar mis muslos, la perversa tarántula de sus dedos desabrochó la bragueta de mi pantalón, instintivamente me puse de pie y tras breve forcejeo logré escapar ileso. Confirmé entonces, que nada sacro podía proceder de aquellos sacerdotes que hacen sonar las campanas de sus templos en codiciosas madrugadas. Cantar en los altares y violar niños en la sacristía es repugnante hipocresía. La decepción fue dolorosa, la existencia de dios ya no me reconfortó jamás, sin embargo, la herida destiló el caro trofeo de la libertad. Ninguna organización religiosa me diría jamás la manera de cómo vivir. Amedrentado en la escuela y descalificado por la tiranía paterna, mi espontaneidad se atrofió, exaltación emotiva cancelada, la mutación retrajo mi boca introvertida, la sabia Naturaleza me compensó agrandando a mis ojos, los sensores proliferaron inclusive en mi espalda, me transmuté en erizo visual provisto de ávida dermis, la psique permaneció en evolución, el mirar proveyó de nutrientes a mi metabolismo existencial. Cierta mañana que caminaba al lado de mi madre Renée por el centro citadino, descubrí en un escaparate una pequeña cámara fotográfica de plástico Kodak Brownie, entusiasmado le dije que en mi carta se la pediría a Santa Claus; por lo tanto, a los diez años de edad mi idioma se transportó a las fotografías capturadas con aquel aunque rudimentario prodigioso mecanismo fotográfico, desde entonces, he pensado, charlado, protestado, propuesto, compartido, deseado, imaginado, construido, recordado, permanecido y navegado con imágenes. Náufrago en la borrasca familiar, traicionado por la religión y asqueado de la corrupta dictadura gubernamental, mi juventud trastabilló sin brújula en los años sesenta. En la escuela preparatoria, José Ignacio Arreola estaba conformando un grupo de Rock cuando me abordó, necesitaba a un cantante; sorprendido le comenté que ni siquiera sabía si yo tenía aptitudes para el escenario, sin titubeos respondió: Lo que me interesa es tu actitud inconforme.
Al aproximarse el fin de cursos, el maestro laico de literatura Agustín Gutiérrez Flores, sorpresivamente nos avisó que para aprobar el examen final era requisito escribir algo de nuestra propia inventiva. Esto sonó inaudito, las protestas se escucharon a viva voz, dentro de nuestro angosto criterio no cabía la posibilidad de crear algo por nosotros mismos, claro síntoma del déficit en el sistema educativo nacional, la mayoría preferíamos el rancio examen con preguntas y respuestas. El profesor Agustín Gutiérrez Flores no cedió ante los reclamos mezclados con la pereza. Varios condiscípulos recurrieron al plagio de artículos, cuentos o ensayos, los menos sí se esforzaron en redactar algo de su ingenio. Fue entonces, que se me ocurrió mecanografiar las letras de las canciones que componía yo para el grupo musical acomodándolas en estrofas para darles apariencia de poemas, para el título hallé en el diccionario la palabra que tal vez impresionaría al maestro, y con aquel manojo de hojas me dirigí a una encuadernadora, donde el comprensivo artesano me confeccionó un minúsculo breviario encuadernado en piel con llamativas letras doradas, donde se leía: Cavilaciones. Transcurridas algunas semanas, el jefe de grupo comenzó a repartir los trabajos calificados. Me inquieté al ver mi librito sobre el escritorio del maestro, cuando me llamó pensé que sería para reprenderme, sucedió lo contrario, con el tono adusto que siempre lo caracterizó, al devolverme mi tarea, escuetamente dijo: No está mal Peñafiel, sigue escribiendo. Aquellas palabras emitidas por el bienaventurado profesor Agustín Gutiérrez Flores, otorgaron sólido incentivo a mi deteriorada autoestima, las he atesorado a pesar del transcurso corrosivo de las décadas. Desde entonces, el papel en blanco fue el receptor donde vertí el caudal de tinta que desbordaron mis agitaciones, alborozos o pesares. Mis intenciones fueron ingresar a la Universidad Nacional Autónoma de México, pero los años finales de la década de los sesenta fueron trágicos en México, los inconformes fueron asesinados por el gobierno, las huelgas estudiantiles paralizaban a la máxima casa de estudios, así que ingresé a la Universidad Iberoamericana Campus Churubusco; desde tiempo atrás antes de concluir mis estudios ya me proponía entregarme a la fotografía profesional, pero el miedo me aguijoneaba impidiéndome comunicárselo a mi padre Ricardo; después de obtener el título de Licenciado en Administración de Empresas por fin se lo dije; él se encolerizó, temí que me echara de la casa, dejó de hablarme durante semanas, finalmente comprendió que su hostilidad resultaba estéril; aunque nunca se enorgulleció de mi labor; con sus magnates conocidos me presentaba como su hijo el licenciado, y después de algunos instantes, agregaba…pero se dedica a la fotografía. Siempre celebraré haber tenido el valor necesario para desafiar a la autoridad paterna. A partir de entonces hallé la manera definitiva para expresarme, las imágenes fotográficas serían el lenguaje substituto para los tímidos balbuceos arrastrados durante mi frágil devenir.
En mi juventud, la pluma fue el vehículo para transportarme sobre el papel escrito a intrincado universo donde habité mi galaxia personal, la tinta fue el combustible para incendiar inconformidades, clamar justicia, describir imaginarias palpitaciones en recónditos parajes y construir los puentes por donde me alejé del pesimismo para inaugurar feria de palabras. Es ahora en el siglo 21, cuando el hospitalario teclado de mi computadora recibe la minúscula gimnasia que mis dedos índices lanzan en piruetas con personal abecedario arrojando caracteres que describen mi carnaval mental…la casa de un poeta hospeda rocío y algunos mapas interestelares, aquí la hojarasca baila, el océano se vierte con tan solo abrir la ducha, crece un manzano de cristal en medio de la sala, hay un nicho para la pandereta y existe un escondite para el ladrón de lunas. Maldito aquel que asesine a un poeta, su crimen mutilará a la lluvia que requieren lotos y maizales. La poesía es daga endulzada o espina calibrada. La poesía vive en abiertas ventanas adornadas con escarcha lacrimal. De niño solía convocar a las luciérnagas ellas sin dudarlo se introducían por mi boca, yo reía al observarlas iluminar mis entrañas, luego emergían para reintegrarse al crepúsculo; los rastros de aquella luz han permanecido regenerando a mi intelecto, desde entonces, montado sobre el lomo de la perseverante cabra he ascendido la escarpa para remendar las nubes. ©Manuel Peñafiel Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual. Sin embargo, puede ser reproducido con fines didáctico - culturales sin omitir el nombre de su autor Manuel Peñafiel y el crédito de sus fotografías; queda prohibido utilizarlo con fines de lucro. This publication is protected by Copyright, Literary Property Laws and Intellectual Property Laws. It can only be used for didactic and cultural purposes mentioning Manuel Peñafiel as the author and the credit of his photographs. It is strictly prohibited to use it for lucrative purposes.
©Manuel Peñafiel Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. El contenido literario y fotográfico de esta publicación está protegido por los Derechos de Autor, las Leyes de Propiedad Literaria y Leyes de Propiedad Intelectual. Sin embargo, puede ser reproducido con fines didáctico - culturales sin omitir el nombre de su autor Manuel Peñafiel y el crédito de sus fotografías; queda prohibido utilizarlo con fines de lucro. This publication is protected by Copyright, Literary Property Laws and Intellectual Property Laws. It can only be used for didactic and cultural purposes mentioning Manuel Peñafiel as the author and the credit of his photographs. It is strictly prohibited to use it for lucrative purposes. Trayectoria de Manuel Peñafiel Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. La obra fotográfica de Manuel Peñafiel ha sido presentada en: Rusia, Francia, Bélgica, Turquía, España, Italia, Cuba, Japón, Polonia, Bulgaria, República Checa, E.U.A., Indonesia, República Popular China, y Los Países Bajos. En México sus fotografías se han exhibido en: El Palacio de las Bellas Artes, Museo de Arte Moderno, Museo Universitario del Chopo, Museo Nacional de las Culturas, Museo Felipe Santiago Gutiérrez, Museo de la Ciudad de Cuernavaca, Centro Cultural Jardín Borda del Instituto de Cultura de Morelos, La Cineteca Nacional, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Museo Ex Convento de Tepoztlán, Museo de Arte Indígena Contemporáneo, y Casas de Cultura diseminadas en su país. Autor de los libros: Cavilaciones, Kinver o la rueda con el alma 19, El Estado de México, México, Carne, Los Médicos del Instituto Mexicano del Seguro Social, Niños de México, Conjuros y Deseos, Emiliano Zapata un valiente que escribió historia con su propia sangre. Productor y Director de Fotografía de los documentales: Pasión por la Luz, Los Últimos Zapatistas Héroes Olvidados; Pancho Villa la Revolución no ha terminado. Manuel Peñafiel ha sido premiado por su Excelencia Fotográfica, Cinematográfica y Contenido Histórico y Social de su obra. Manuel Peñafiel acumula en su carrera una extensa hemerografía, su obra fotográfica ha sido reproducida y reseñada en periódicos y revistas publicadas en el ámbito nacional e internacional, merecedor a reconocimientos públicos por su trayectoria artística y aporte a la cultura. La biografía de este creador se encuentra en La Enciclopedia de México Tomo 11.

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