EL PREDICADOR JUDÍO ©MANUEL PEÑAFIEL, FOTÓGRAFO, ESCRITOR Y DOCUMENTALISTA MEXICANO.

El predicador judío ©Manuel Peñafiel, fotógrafo, escritor y documentalista mexicano. Los militares romanos lo arrastraron, atándolo a una columna, rasgaron su ropa hasta denigrarla a impúdicos jirones. Uno de ellos le dió un puñetazo en el vientre, el detenido se encorvó dolorosamente. Los demás milicianos estallaron en escupitajos revueltos con carcajadas, el soldado que había iniciado la golpiza se envalentonó al oír el patán festejo de sus cómplices, animado con la procaz palabrería volvió a arremeter contra el reo; esta vez le dió un puntapié en los testículos. El prisionero se desplomó de rodillas. Aquel recluta lo jaló del cabello para expectorarle un escupitajo de burla sobre el rostro de aquel ingenuo: Si eres hijo de Dios, ¿ por qué no manda en este momento una legión de ángeles a defenderte ?; las risotadas de la soldadesca estallaron. Otro de los mercenarios se acercó a la pared de donde colgaban los variados azotes, escogió el que le pareció más efectivo, tenía doce colas, las puntas del látigo estaban rematadas en nudos ásperos, los flagelos se habían oxidado convertidos en aflicciones dispuestas a desgarrar con mordeduras. El soldado empuñó la fusta, la azotaína chasqueaba sobre la blanda espalda del cautivo, las heridas se infectaban con azotes herrumbrados en el estiércol de las caballerizas. Si el recluso no hubiese sido sentenciado a muerte, el tétanos arrastraría a su vida. El miliciano que se había estado divirtiendo flagelando al desdichado, se dió cuenta de que sus compinches habían perdido el interés, así que salió y con sumo cuidado para no espinarse las manos, cortó algunas ramas de un arbusto que crecía en el terruño, regresó con ellas y empezó a trenzarlas. Para que su bufonada surtiera efecto, les gritó a los demás que se proponía coronar al rey de los judíos. Los mequetrefes volvieron a estallar en insolentes risotadas. El patán que urdía la corona de espinas maldijo cuando una de ellas le pinchó un dedo, encolerizado se dirigió al prisionero y así como estaba a medio hacer se la incrustó en la cabeza, aumentando el barullo cuando vieron que de la frente del torturado escurría brillante sangre. Aquellos despiadados uniformados se turnaron para continuar con la tunda, uno de ellos con la saña que otorga el poder malsano le dió tal codazo que la costilla del reo se fracturó…ahora se le dificultaba respirar. El cautivo salivaba la amargura de la humillación, todo su cuerpo lo sentía envuelto en llamaradas; su espalda era rojo coagulado mar, cuando por fin, cansados y aburridos lo dejaron sus verdugos. Al prisionero, todo aquello le parecía afiebrada pesadilla en la cual huérfano vagaba. Los soldados romanos entonces lo condujeron rumbo al Gólgota monte del cráneo donde sería asesinado. Era una calurosa tarde, la mayoría de la gente se refugiaba del áspero sol dentro de sus casas; solamente algunos curiosos, los escasos amigos del convicto y su madre se hallaban cerca, los soldados lo tendieron sobre una cruz de madera que él mismo había arrastrado sobre sus macerados hombros; al prisionero lo abrieron de manera obscena para enclavarle las palmas de sus manos a los extremos de las tablas. Los clavos eran anchos, el metal deshonró la carne reventando los tendones. Con los pies de aquel infortunado trataron de hacer lo mismo, pero los huesos crujieron resistiendo aquella violación a la anatomía de un ser vivo, tuvieron que sacar aquella alcayata y acometer de nueva cuenta con otra, la primera no había sido lo suficientemente larga para sujetar al madero los empeines del atormentado. Cuando elevaron los tablones el peso del crucificado lo hizo colgar, los clavos cumplieron su perverso cometido, el sufrimiento era derroche de insoportables sensaciones, la víctima ardía en quebranto, la destrucción masticaba su organismo. Áspera sed le ajaba su boca, la costilla rota ya le había perforado un pulmón, escupía sangre al toser en su calvario. Con dificultad abrió los ojos, el ocaso irrumpió en sus pupilas, la navaja luminosa descuartizó cualquier esperanza, la encendida agonía engullía sus últimos momentos. Vislumbró a su madre convertida en harapo de congoja viendo al fruto de su vientre desangrarse. Dios mío, ¿ por qué me has desamparado?, murmuró Jesús en frustrante soledad, los antiguos manuscritos solamente contenían fábulas de la creación, sus alucinaciones en el desierto habían resultado producto de la insolación, el diablo era inexistente jamás lo había tentado, toda su vida de sermoneador había resultado parábola infructuosa, las nubes eran sordas, ninguna gloria le abría el sendero, su padre celestial jamás lo arroparía eternamente. Al escuchar sus gemidos, los soldados se enfadaron, el condenado aún se mantenía con vida y ellos querían terminar la ejecución para retirarse al cuartel; así que uno de ellos tomó cruenta lanza con ella le perforó el costado, en ese momento aquel iluso desdichado sintió que su existencia había sido una plegaria inútil, dejó de aferrarse a la vida, todos sus pensamientos sombríos se tornaron…y fue entonces que murió para resucitar en forma de leyenda. ©Manuel Peñafiel - Fotógrafo, Escritor y Documentalista Mexicano. 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